Para que los niños cumplan los límites que les hemos
marcado, éstos tienen que ir seguidos de una consecuencia si dichos límites
no se respetan. Curiosamente, lo límites no son negativos para los niños,
sino al contrario, le dan seguridad y les ofrecen una guía de conducta.
Cuando
hablamos de consecuencias no nos referimos a castigos. La disciplina
positiva intenta no recurrir al castigo, sino a restaurar el orden que se ha
roto al no respetar el límite impuesto.
Con el castigo a veces se intenta hacer que el niño
sufra, “castigarle”. Cuando se aplica un castigo se puede correr el riesgo
de dejarnos llevar por sentimientos de revancha: porque has hecho “x” ahora
lo vas a pagar. Estos castigos crean resentimiento en los niños, con el
riesgo de que se entre en una espiral de sentimientos negativos.
Especialmente
el
castigo físico es humillante y lo peor es que tanto el adulto como el niño
lleguen a acostumbrarse a él.
A veces castigos excesivos producen efectos
indeseables. Castigar a un niño un mes sin salir por haber llegado tarde no
sólo provoca resentimiento, sino que también puede afectar a su
sociabilidad, es decir, a perder oportunidades de hacer amigos y/o
habilidades sociales.
Por el contrario, una consecuencia es aquello que surge
de una conducta inadecuada y su objetivo es que le sirva al niño de
aprendizaje, de modo que vista la consecuencia que sus acciones tienen
intente otras conductas en el futuro.
Podemos hablar de dos tipos de consecuencias:
- Positivas (por ejemplo, el niño lleva unos días
aplicándose con sus deberes y le dejamos que elija un sitio al que
llevarle), y
- Negativas (como el niño se niega a recoger sus
juguetes, la próxima vez sólo le dejamos sacar uno o dos, y no se vuelve a
la situación inicial hasta que no comprobamos que los tiene recogidos).
A veces es bueno preguntarse ¿qué debe aprender el
niño? ¿Aprende si le castigo sin salir por no hacer los deberes? ¿O aprende
mejor si le permito salir cuando acabe los deberes?
Una buena consecuencia es aquella que está ligada a la
falta. Por ejemplo, si el niño se sienta a la mesa con las manos sucias,
tendrá que ir al baño a lavárselas, con lo que llegará tarde a la mesa y
será el último que pueda servirse. Como tal vez al niño no le agrade que le
quede la última porción, es probable que la próxima vez recuerde lavarse las
manos: en este caso, la consecuencia ha servido, porque el niño ha aprendido
mediante una consecuencia natural.
Se llaman
consecuencias naturales a las que surgen de
la propia situación. Si el niño se niega a comer, tendrá más hambre en
la próxima comida. Las
consecuencias naturales son muy efectivas: no hay nada como olvidarse el
paraguas un día de lluvia para aprender a ser más precavido.
Cuando no se puede aplicar una consecuencia natural,
podemos aplicar una consecuencia lógica. En este caso el adulto aplica una
consecuencia que no es natural, pero sí “logica” con la conducta (por
ejemplo, el niño no es capaz de ir andando por la acera de la calle y pasa a
la calzada; como experimentar las consecuencias naturales sería poner en
riesgo su vida, aplicamos una consecuencia lógica, que podría ser el ir
agarrado de la mano del adulto).
Pero
las
consecuencias deben ser proporcionales a la conducta negativa. Una conducta
grave traerá consigo una consecuencia importante. Si aplicamos consecuencias
grandes para faltas pequeñas, no sabremos a qué recurrir cuando surja algo
realmente grave.
Por otro lado, si aplicamos la misma consecuencia para
diferentes conductas (por ejemplo, no ver la televisión, para cosas tan
diferentes como no hacer los deberes o levantarse de la mesa mientras come),
se corre el riesgo de que las consecuencias pierdan su efectividad.
Hay que aplicar las consecuencias de manera
consistente, es decir, en todas las ocasiones, no sólo cuando estemos
enfadados.
Y muy importante: el niño debe conocer previamente las
consecuencias que se aplicarán cuando no cumpla las normas establecidas.
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